jueves, 30 de octubre de 2014

PEOR QUE LA MUERTE



—Vamos a impugnar el fallo, Señora Cuéllar, Le decía por teléfono el titular de la Fiscalía especial de secuestros. Ella no lo podía creer, pero sobre todo la llenaba de rabia la injusticia que estaba cometiendo un Juez corrupto, al desechar el dictamen pericial que demostraba, sin lugar a dudas, la culpabilidad de Federico Islas, alias El Cachacuaz, líder de una peligrosa   banda que no obstante el pago del rescate, asesinó con despiadada brutalidad a su hija.
Encolerizada  Raquel Cuéllar, colgó el teléfono, y estaba a punto de arrojarlo contra el espejo de su tocador, cuando el aparato sonó de nuevo. Esta vez era el Doctor Diego Cándano, el joven perito cuyo primer trabajo criminalístico había sido tirado a la basura, a pesar de ser científicamente correcto. Él ya lo sabía, y aunque también sentía una dolorosa frustración, su llamada tenía el propósito de alertarla, pues El Cachacuaz había amenazado con vengarse y ya estaba libre. Diego,  desarrolló una enorme empatía con Raquel cuando investigaba la responsabilidad del delincuente.
Al día siguiente, Raquel trató de seguir con su vida, se dirigió a su trabajo, haciendo la acostumbrada escala en el cafecito de la planta baja de la Torre Mayor, donde está su oficina. Se sentó en la misma mesa de siempre con la vista clavada al infinito. Tres minutos después, la mesera afro descendiente que la atendió los últimos tres años le sirvió el café acostumbrado.
¿Malas noticias Señora Cuéllar?
Si Aretha,
Ese mal hombre saldrá de la cárcel, ¿verdad?
Así es, parece que ya anda por ahí.
Aretha, era una haitiana muy agradecida con Raquel porque ella le consiguió el empleo.
¿Puedo hacer algo por usted Madame?
Sí, consígueme un brujo de tu tierra, dijo Raquel bromeando.
Trece horas más tarde, después de haberse refugiado en el trabajo, La Señora Cuéllar toma el elevador, al llegar al nivel E3, las puertas se abren dejando ver un estacionamiento casi vacío. Camina impaciente, las lejanas paredes regresan el sonido del piqueteo de sus tacones como martillos. Un escalofrío recorre su piel, acelera el paso y al fin llega a su carro, entra en él, busca en su bolsa la tarjeta que activa la pluma de salida, cuando regresa la vista al frente, ahí está; es un hombre de tez muy oscura,  alto, usa rastas y viste una gabardina café muy sucia, el hombre no le quita la mirada de encima. Raquel pretende ignorarlo, cuando da marcha al vehículo un golpeteo en la ventanilla la hace estremecerse. Es Aretha.
¡Mujer! Qué susto me diste, ¿Qué haces a estas horas aquí?
Perdón Madame, aquí está.
¿Aquí está qué?
Se llama Samedí.
¿Ese hombre? Y a mí ¿qué?
Es el Bokor.
¿El qué?
El brujo Vudú que me pidió, bueno él sólo era, cómo dicen aquí, él gato del Bokor, pero algo habrá aprendido.
—¡Cómo crees! era una broma. Anda dile a tu amigo que se suba y los llevo a su casa.
Al llegar a la suya, encontró en la puerta la mancha roja de una bala de Gotcha. El mensaje era claro.
Le llamó a Diego para contarle todo lo que había sucedido ese día. El médico forense, un tanto decepcionado de la práctica penal, y en su afán justiciero, comentó que: “tal vez no sería mala idea darle una sopa de su propio chocolate a esa escoria humana” Le pidió que lo dejara hablar con ese tal Samedí, Raquel accedió advirtiendo que sólo fuera un  pequeño correctivo.
Diego fue a buscar a Samedí y éste le dijo todo lo que necesitaba para alfiletear al maldito aquel: una fotografía de cuerpo entero, un artículo personal, alfileres de cabeza negra, dos velas rojas y un poco de datura.
Y ¿qué es eso? preguntó.
Es un polvo para bajar la voluntad y sin datura no hay magia. Contestó Samedí.
Diego se puso a investigar y confirmó que en ciertos ritos Vudú, usan esa sustancia, que es una toxina que ataca al sistema nervioso central disminuyendo las funciones vitales y  motoras.  Lo extraen de los testículos del pez globo.
De nuevo al teléfono con Raquel, Diego le dice que es fácil realizar el “trabajito”; él tiene fotografías del expediente y tiene acceso a armas que le confiscaron, en cuanto a la neurotoxina, la puede conseguir con un amigo chef, dueño de un restaurante japonés donde venden Fugu, o sea  pez globo. Sólo deben darle al aprendiz de brujo la materia prima para que prepare la pócima y propinársela al maleante.
¿Y cómo vamos a lograr que se tome la porquería esa?Preguntó Raquel.
Ah, ya pensé en eso, ahora me alegro haberlo observado a detalle, te cuento: El Cachacuaz, todavía debe firmar en el juzgado un día a la semana su libertad condicional por otros delitos menores. Mientras espera adquiere un café de máquina tragamonedas. Así que será muy sencillo adulterar sobres de azúcar y colocarlos a su alcance para que por propia mano se drogue.
La sed de venganza y el temor por su vida logran decidirse a Raquel a llevar a cabo el plan de Diego. Mitiga su conciencia pensando que de ese modo va a evitar el sufrimiento de más inocentes.
El Cachacuaz llega al juzgado, mientras se anuncia en el mostrador, Diego retira los sobres de azúcar dejando en su lugar un solo ya adulterado. Tal como lo había pronosticado, Federico, compra un café capuchino, lo endulza con la única porción que hay en el dispensador.
¡Qué buena suerte tengo! Alcance azúcar, el café amargo no me gusta piensa.
Después de firmar su libertad condicional regresa a su casa a planear el próximo golpe.
Cuando abre la puerta empieza a sentir un cosquilleo en las yemas de sus dedos y un cansancio extremo. Se sirve un tequila bebiéndolo de un sólo trago. Ahora son las manos y los pies completos los que siente dormidos, un sudor frío acompañado de nauseas lo invaden.  Decide acostarse para tratar de dormir. No puede, el malestar crece. Entonces quiere alcanzar su teléfono celular para pedir auxilio, pero sus músculos no responden. Intenta gritar, tampoco lo logra, ya ni sus ojos pueden virar de dirección. Está atrapado en su propio cuerpo.
Alrededor de las once de la noche llega su hija, y encuentra el cuerpo inanimado de su padre con los ojos sin brillo, a causa de haber permanecido abiertos por más de siete horas. Le grita:
—¡Papá! ¿Qué te pasa?, no hay respuesta externa, pero desde su interior Federico grita suplicando ayuda. La muchacha hace un último intento para convencerse de que su padre no ha muerto; lo mueve, lo cachetea y nada. Al Cachacuaz sólo le queda la conciencia de saberse vivo. Ni siquiera siente dolor o algún tipo de malestar corporal. Para entonces su piel ya pálida presenta rasgos de deshidratación, y en su rostro, sin tono muscular aparecen ojeras muy extensas y oscuras.
Por compasión su primogénita le baja los párpados cerrando con ello un canal más de contacto con el mundo. Ahora sólo le queda el oído.
Mientras la chica avisa a sus familiares y amigos, Federico cae en cuenta de la terrible muerte que le espera.
Al poco rato llegan El Toby, su socio, con un médico y varias personas más, se oyen murmullos sollozantes.
¡Por fin! Piensa Federico, éste doctorcito me va a curar.
El galeno, lo ausculta, revisa su pulso, pasa el estetoscopio por su pecho, luego por la arteria yugular. Le abre un ojo. Federico alcanza a ver a su madre llorando hasta que la luz de una linterna lo ciega. Lo siguiente que escucha es: "lo siento, ha fallecido"
Del silencio absoluto, en la habitación se pasó a un fragor de lamentos y alaridos que se clavaban cómo saetas en los oídos del único que no podía  emitir sonido alguno.
¿De qué murió doctor?preguntó la madre.
De muerte natural, señora. Le debe servir de consuelo que no sufrió; murió mientras dormía.
Bueno dijo El Toby—, yo creo que debemos velarlo aquí mismo y enterrarlo a penas amanezca. No sea que se quiera meter la chota.
Federico estaba desesperado dentro de su prisión corpórea, y aunque su mente estaba aún lúcida, su fe se consumía lentamente.
Mientras tanto, en casa de Raquel, Samedí terminaba el ritual Vudú que le habían encargado. Ya es suyo Madame, ¿quiere darle el primer pinchazo?
La Sra. Cuéllar suspira hondo, con gran temor toma la fotografía y un alfiler, y justo  cuando estaba a punto de hacer el contacto, un sonido le hace pegar un gran salto. Es el teléfono, la voz de una mujer le anuncia: "El Cachacuaz se murió, no hará más daño". Raquel se quedó cómo petrificada.
¿Qué sucede? pregunta Diego.
¡Lo matamos!dice ella.
No puede ser, solo le administramos una pequeña dosis...
Piensa un momento. Mira al haitiano.
¿Qué hiciste con el resto de la Datura Samedí?.
No sobró nada Doctor Cándano.
¿Cómo? Sí había cómo para matar a un elefante. Te dije que usaras sólo una décima parte.
Perdón Doctor Cándano, sólo me quise asegurar.
 ¡No Inventes! Ahora somos unos asesinos. Yo estudié medicina para salvar vidas y la estoy quitando, créeme Raquel, hice el juramento de Hipócrates por convicción, perdóname, toda la culpa es mía.
 Raquel con voz grave preguntó a sus cómplices si no había nada que hacer. Samedí se encogió de hombros, cerró los ojos y agachó la cabeza, pero la mente científica de Diego fue estimulada con la pregunta. Entonces, después de breves instantes dijo: hay una remota rendija para revertir el daño, será difícil, pero no podemos cruzarnos de brazos
Diego explicó que la dosis pudo causarle la muerte, sin embargo existía la posibilidad de que sólo lo hubieran inducido en estado de coma. De ser así, se le podría administrar un antídoto antes de que lo incineren o lo entierren. En sus investigaciones descubrió qué ese veneno es el primer paso del zombismo. Al ingerir una cierta cantidad, las víctimas caen en un profundo estado cataléptico con las funciones vitales tan disminuidas, que hasta los médicos más experimentados pueden diagnosticar la muerte.  El segundo paso es reanimar a los sujetos con un Stranomium, un Psicoactivo que revierte el proceso.
En mi laboratorio tengo algo que podría funcionar dijo el Doctor.
Y ¿qué sugieres Diego? ¡Que vayamos al velorio y pidamos que nos dejen ponerle una inyección al muertito!
No es mala idea, pero antes debo corroborar el estado de hibernación. Voy por el reactivo y de ahí me paso a la casa del mequetrefe ese, algo se me ocurrirá para acceder al cuerpo. Vamos Samedí, acompáñame.
Al llegar a la calle donde vivía El Cachacuaz, se fue abriendo paso entre la multitud que abarrotaba la entrada de la casa, mostrando su credencial de la Fiscalía General, al principio enfrentó cierta resistencia, pero la actitud rijosa de algunos fue encendiendo los ánimos al grado que en pocos minutos Diego estaba en peligro de linchamiento. El escándalo hizo salir al Toby, que ya en su papel de nuevo líder, silenció al gentío diciéndole que el alboroto era lo que menos necesitaban por ahora.
El Doctor Cándano le dijo que su presencia solo obedecía a una inspección de rutina. El nuevo jefe con un simple movimiento de cabeza ordenó que soltaran al extraño. Ya dentro de la casa, pidió ver el certificado de defunción, fingió encontrar inconsistencias. Anunció que revisaría el cuerpo por lo que pidió a los presentes abandonar un momento la habitación. Ante la esperada negativa de la concurrencia advirtió que sí regresaba a la Procuraduría sin el reporte completo, la autopsia sería inminente.  Con algunas reticencias logró quedarse a solas con el delincuente.
 Cuando revisó el cuerpo, confirmó sus sospechas de inmediato; No había indicios de rigor mortis ni acumulación de sangre en la espalda.
Sé que estás vivo le dijo a Federico—, aunque no te lo mereces, te voy a salvar de una muerte espantosa.
Desde su encierro El Cachacuáz no lo podía creer. La compasión era un sentimiento que jamás experimentó, y ahora él mismo sería redimido por un burócrata que apenas conocía.
Mientras preparaba la jeringa, escuchó un ruido; era El Toby que cortaba cartucho a su arma, se la puso en la nuca y le dijo:
—¡Con que no está muerto este infeliz! ¿Pues qué crees doctorcito? Para todo el mundo ese güey se petatió, y así se va a quedar. Esperé mucho tiempo este momento y tú no me lo vas a echar a perder. No la hagas de pedo, te vas en éste instante o te enterramos junto al Cacha.
La esperanza de Federico, que hacía un minuto lo había inundado se derrumbó dramáticamente. El tormento psicológico lo dejó exhausto. Para entonces su único deseo era que todo acabara de una vez. Decidió dejarse ir, tal vez su alma se extinguiría también. No soportaba la idea de ser enterrado vivo.
Diego caminó varias cuadras de regreso hasta su carro, un tanto frustrado por el fracaso de no haber podido evitar la muerte de Federico. Pasó por su cabeza dejar las cosas tal y cómo estaban, después de todo nadie los podría inculpar de asesinato, pero eso implicaba una dura carga para su conciencia.  Su mente analítica lo llevó a fraguar el plan “B” antes de llegar a su vehículo, donde lo aguardaba Samedí.  Se subió, prendió un cigarro y dándole una palmada al extranjero le dijo:
Prepárate, partner, nos espera una larga jornada.
Amanece, el cuerpo de Federico yace inerte. Su deseo no se cumplió. Voces desconocidas lo despertaron, eran los trabajadores de la funeraria que acomodaron su cuerpo en el féretro. Se enteró por lo que decían, pero no sintió nada.
Durante toda la mañana desfilaron ante su ataúd varias personas, y cada una le hacía una reclamación y se alegraba de su muerte.
¿Será que ya me morí y esto es el infierno?Se preguntaba Federico.    Dios mío perdóname. Sí me devuelves mi cuerpo te prometo que me volveré bueno.
De un momento a otro, la claridad que durante horas había  penetrado sus párpados se extinguió y los sonidos apenas eran audibles. El féretro había sido cerrado porque la hora de partir al panteón había llegado. En ese momento le entró otro ataque de pánico al pensar en la posibilidad de recobrar su movilidad cuando ya estuviera tres metros bajo tierra.
Diego y Samedí se habían turnado para dormir mientras el otro vigilaba la salida del cortejo fúnebre. No fue difícil incorporarse a la fila de autos de la procesión.  El nuevo plan era ubicar la tumba, esperar que cerraran el panteón y rescatar a Federico para administrarle el antídoto.
Las alucinaciones, que cada vez con más frecuencia abstraían la mente de Federico, se interrumpieron con estruendosos sonidos, en su confusión brilló una nueva esperanza, me están rescatando pensó, pero los ruidos iban gradualmente desapareciendo. Eran las paladas de tierra que retumbaban sobre la tapa del féretro metálico. A partir de ese momento el aislamiento era absoluto; silencio sepulcral en medio de tinieblas. Un último grito mental lo desconectó de la realidad.
Una vez cerrado el panteón, tuvieron que esperar que los enterradores concluyeran su trabajo. No había riesgo de asfixia, Federico era un involuntario faquir en espera de sorprender a su público.
La tierra estaba floja, así que fue más rápido de lo esperado llegar al ataúd, Samedí lo abrió. Cuando Diego terminó de aplicar la intravenosa, una voz  ordenó: “no se muevan, están arrestados” la policía los había sorprendido.
Tú, vigila el cuerpo del delito instruyó el oficial de mayor rango al más joven de los uniformados. Nosotros ahorita regresamos, llevaremos a estos roba tumbas a la patrulla. Se enfilaron a la entrada principal del panteón.
El joven policía, deseoso de entrar en acción, inspeccionó muy en su papel, la tumba profanada, dirigió la luz de su lámpara al rostro del exhumado. y cuando se acercó para ver detalles, los ojos del Cachacuaz se abrieron tan grandes que casi se salían de los cuencos y como sí tuviera un resorte se incorporó extendiendo los brazos y bramando aterradores alaridos. El muchacho salió corriendo y no paraba de gritar:
Zombis, zombis.
Los policías que arrestaron a Diego y Samedí, al oír el alboroto, se apresuraron a encerrarlos en la patrulla, pero cuando se percataron, que el escándalo provenía de su compañero novato explotaron en carcajadas.
¿Pos no que eras muy valiente?Le pregunto el sargento.
¡Es verdad! y vienen a chuparnos el cerebro, miren.
Voltearon todos a al interior del panteón y en la negrura arbolada se percibía movimiento.
Ha de ser el velador.
No oficial, yo estoy aquí.
¡Ah chinga! ¿Entonces qué es eso?
Poco a poco la imagen tomaba forma; una figura humana se desplazaba con movimientos torpes hacia ellos. Desenfundaron sus armas y apuntaron como con mal de Parkinson, uno de ellos  tartamudeando sentenció:
De-de-téngase  o dis-pa-pa-ramos.
La respuesta fue un pavoroso sonido gutural... El muchacho empezó a disparar. El Cachacuaz continuaba avanzando, entonces todos lo siguieron, vaciaron sus armas y cuando Federico estuvo a punto de llegar, los tres salieron corriendo.
Una semana después Federico había sido recluido en un hospital, y no por los balazos <> sino en un nosocomio psiquiátrico, el trauma de haber sido enterrado vivo no lo pudo superar. Diego y Samedí salieron libres tras pagar una fianza, el delito grave de robo de cadáver no se fraguó, ellos exhumaron un vivo, no un muerto.
En la declaración preparatoria del Doctor Cándano quedó asentado que él, al realizar los estudios periciales del caso Cuéllar descubrió que el inculpado tenía una propensión a la catatonia por padecer un tipo de epilepsia muy raro. Y que resolvió actuar por su cuenta, sin dar aviso a las autoridades porque de cumplir con las formalidades legales y administrativas, se hubiera perdido tiempo para salvar la vida del enfermo. 
Después de todo, su trabajo sirvió para hacer la justicia que el aparato burocrático, es incapaz de ofrecer.


martes, 28 de octubre de 2014

El Río Calmo y el Zacate Seco



Todo había terminado, sin Isabel, la mujer que llenó la mitad de mi vida, nada tenía sentido. Cierto es que hubo silencios dolorosos, pero fuimos muy felices. El reloj marcaba las tres cuarenta de la mañana, el cielo despejado permitía al firmamento presumir un esplendor insospechado para un insensible citadino como yo. Después de varias horas de manejar sin rumbo me sentía cansado; era tarde para pernoctar en la siguiente ciudad, detuve el coche, caminé por un sendero con la intención de encontrar un paraje y, tal vez ¿por qué no? perderme.
La vereda me llevó a la ribera de un río, me senté en una piedra para observar el magnífico paisaje que se presentaba ante mis ojos, no pensé que aún tuviera capacidad de asombro ante la belleza: la luz de la luna se reflejaba en las quietas aguas bordeadas de claros pastos y, al fondo un bosque dibujaba siluetas en el cielo. Los recuerdos surgían desordenados en mi mente atormentada; me preguntaba qué habría pasado si yo…
De pronto, un murmullo me hizo regresar a la realidad. Me sobresalté tanto que podía escuchar mi corazón acelerado. Volví la cara en dirección de la voz y no vi a nadie, supuse que me había traicionado la conciencia.
Encendí un cigarro y al levantar la mirada vi algo sobre el agua, justo dónde se formaba el camino de luz. Quise saber qué era, me levanté y caminé por la orilla, La sombra se desplazaba hacia mí...
—Es sólo un tronco, por aquí nunca pasa nada señor —dijo la voz atrás de mí. Del susto casi me caigo.
Quién habló era un hombre mayor, de complexión fuerte y, a juzgar por su apariencia un campesino; pantalón de mezclilla, camisa a cuadros, sombrero de palma y machete al cinto. Traía de la mano a una niña pálida y con ojeras. Antes de que yo pudiera reaccionar, él continuó:
—No se me asusté, mi amigo, ya le dije que aquí nunca pasa nada.
—¡Pues no asuste, hombre! ¿y... el machete para qué es?
—Pos' pa' lo que fue hecho ¿pa´ qué más? Pa´ abrir brecha, el zacate tá' seco y muy crecido… Pero buenos días señor. Salude al patrón María.
La pequeña levantó una de sus manitas y me regaló una sonrisa de ángel.
—¿Qué lo trae por acá? —preguntó el hombre.
—He manejando por mucho tiempo y me detuve a estirar las piernas. ¿Ustedes son de por aquí?
—Allá, onde ve esos árboles; allí mérito nació María; yo, más pa´ allá.
—María no se ve bien —dije al tiempo que me quitaba el saco para abrigarla.
La niña se apartó. El viejo dijo:
—Es mejor que no intente tocarla; ella ta' bien.
Para destensar el momento pregunté:
—Oiga, sí no es indiscreción. ¿Se le hizo tarde o se le hizo temprano?
—No señor, ni una, ni otra. Llegué puntual, cómo siempre. —Tragué saliva—. El problema de los de la ciudad es que no saben vivir sin contar las horas.
—Tiene razón, pero en mi caso, hace semanas que la hora me da lo mismo.
—¿Pos qué le pasa? —preguntó, mientras se sentaba en la roca que yo ocupé antes, cargó a María y la acomodó sobre sus piernas. Pensé eludir la pregunta, pero algo en su mirada me inspiró confianza.
—Mí mujer falleció el mes pasado y no encuentro cómo seguir adelante.
—La muerte es parte de la vida señor; sí ella se jue antes, por algo sería—. Acarició a la niña —. Usted en cambio, tiene misiones qué cumplir.
—Tal vez, pero es injusto, ella tenía muchas ilusiones.
—¿Pos luego? Si usted se rinde, la vida de ella habrá sido en balde.
—¿Cómo?
—Sí señor, mientras la memoria de un dijunto siga floreciendo en el corazón de los vivos; mientras lo qui´hizo siga dando frutos en los que dejó, el muerto estará en paz, pero sí no hay quién recuerde sus quihaceres, esa alma no hallará sosiego.
Esas palabras sacudieron mi entendimiento, me impactaron en lo más profundo del corazón, con la boca abierta no supe qué decir. Ante el evidente azoro continuó diciendo:
—Íre, éste zacate, tá' seco, pero no muerto del todo. Tá' seco porque el río tá' calmo y aun así lo come el ganado y lo caga, lo abona pues, y cuando el río crezca reverdecerá. Si el río y el ganado no cumplen con su encargo, el zacate morirá pa' siempre.
El viejo se levantó, llevó el dedo índice de su mano izquierda a la boca en señal de silencio y partió con María hacia la espesura del bosque.
Escurrió una lágrima sobre mi cara llena de gozo y me quedé observando por un momento más el panorama. Deseaba retener en mi mente la enseñanza de aquel humilde sabio y el escenario del alivio a mi penar. Cerré los ojos y ahí estaba Isabel, tan bella, tan diáfana, me miraba con dulzura. Le pregunté: ¿Cuál es mi misión amor? Y después de un gran suspiro abrí los ojos y me dispuse a regresar.
Un tenue ruido me hizo voltear al sitio donde vi por última vez al campesino. Entonces noté que había olvidado el machete, lo menos que podía hacer era regresárselo, así que fui a buscarlo. Llegué dónde los árboles y encontré una cabaña modesta. Toqué la puerta, me abrió un joven. Le pregunté por el anciano y me respondió:
—Usted debe haber mirado a Don Epifanio, pero no era él, sino su ánima bendita.
—¿Qué? ¿Me está usted diciendo que este machete es de un fantasma?
—No señor, ese machete es del Remigio.
—¿Y quién es Remigio?
—El peón que macheteó a Don Epifanio.
Solté con estupor el arma homicida. Le pregunté consternado: ¿Por qué lo hizo?
 —Pa´ quitarle el dinero que necesitaba pa´ curar a su hija que estaba malita.
La niña se llamaba María?
—Sí señor, y la pobrecita de todos modos murió porque con el mitote que se armó ya no dio tiempo de salvarla. Pero también pobre del Remigio; pagó caro su pecado cuando se enteró que el dinerito ese lo llevaba el viejo pa' dárselo pa´ pagar las medicinas de la enfermita. El infeliz se volvió loco, andaba todo enjuto y ni de la cárcel quería salir.
—¿Y usted cómo sabe esta historia? ¿Conoció a esas personas?
—¡Huy señor! Eso pasó hace mucho y todo el pueblo lo sabe de oídas, pero algunos hemos visto que en noches cómo ésta, con el río calmo y el zacate seco, el ánima de Don Epifanio se aparece porque anda buscando a Remigio pa' apaciguarle la pena.
Ya pasaron diez años de esa madrugada en que se cruzó por mi camino Don Epifanio. A Isabel la sigo extrañando, la recuerdo en todo momento pero sin dolor. Me volví a casar, tengo una hija a quien llamamos María y es tan linda como la chiquita que me sonrió a la orilla del río calmo. Nunca pensé en hacerlo, pero hoy algo me impulsó a recrear con la pluma esta vívida historia de amor y esperanza. Casualmente hoy también es la presentación de mi cuarta novela.

Rodrigo García Leo