—Vamos a impugnar el fallo, Señora Cuéllar, —Le decía por teléfono el titular de la
Fiscalía especial de secuestros. Ella no lo podía creer, pero sobre todo la
llenaba de rabia la injusticia que estaba cometiendo un Juez corrupto, al
desechar el dictamen pericial que demostraba, sin lugar a dudas, la
culpabilidad de Federico Islas, alias El
Cachacuaz, líder de una peligrosa
banda que no obstante el pago del rescate, asesinó con despiadada
brutalidad a su hija.
Encolerizada Raquel Cuéllar, colgó el teléfono, y estaba a
punto de arrojarlo contra el espejo de su tocador, cuando el aparato sonó de
nuevo. Esta vez era el Doctor Diego Cándano, el joven perito cuyo primer
trabajo criminalístico había sido tirado a la basura, a pesar de ser
científicamente correcto. Él ya lo sabía, y aunque también sentía una dolorosa
frustración, su llamada tenía el propósito de alertarla, pues El Cachacuaz había amenazado con
vengarse y ya estaba libre. Diego,
desarrolló una enorme empatía con Raquel cuando investigaba la responsabilidad
del delincuente.
Al día siguiente, Raquel trató de
seguir con su vida, se dirigió a su trabajo, haciendo la acostumbrada escala en
el cafecito de la planta baja de la Torre Mayor, donde está su oficina. Se
sentó en la misma mesa de siempre con la vista clavada al infinito. Tres minutos
después, la mesera afro descendiente que la atendió los últimos tres años le
sirvió el café acostumbrado.
—¿Malas noticias Señora Cuéllar?
—Si Aretha,
—Ese mal hombre saldrá de la cárcel, ¿verdad?
—Así es, parece que ya anda por ahí.
Aretha, era una haitiana muy
agradecida con Raquel porque ella le consiguió el empleo.
—¿Puedo hacer algo por usted Madame?
—Sí, consígueme un brujo de tu tierra, —dijo Raquel bromeando.
Trece horas más tarde, después de
haberse refugiado en el trabajo, La Señora Cuéllar toma el elevador, al llegar
al nivel E3, las puertas se abren dejando ver un estacionamiento casi vacío.
Camina impaciente, las lejanas paredes regresan el sonido del piqueteo de sus
tacones como martillos. Un escalofrío recorre su piel, acelera el paso y al fin
llega a su carro, entra en él, busca en su bolsa la tarjeta que activa la pluma
de salida, cuando regresa la vista al frente, ahí está; es un hombre de tez muy
oscura, alto, usa rastas y viste una
gabardina café muy sucia, el hombre no le quita la mirada de encima. Raquel
pretende ignorarlo, cuando da marcha al vehículo un golpeteo en la ventanilla
la hace estremecerse. Es Aretha.
—¡Mujer! Qué susto me diste, ¿Qué haces a
estas horas aquí?
—Perdón Madame, aquí está.
—¿Aquí está qué?
—Se llama Samedí.
—¿Ese hombre? Y a mí ¿qué?
—Es el Bokor.
—¿El qué?
—El brujo Vudú que me pidió, bueno él sólo
era, cómo dicen aquí, él gato del Bokor, pero algo habrá aprendido.
—¡Cómo crees! era una broma. Anda dile a tu
amigo que se suba y los llevo a su casa.
Al llegar a la suya, encontró en la
puerta la mancha roja de una bala de Gotcha. El mensaje era claro.
Le llamó a Diego para contarle todo lo
que había sucedido ese día. El médico forense, un tanto decepcionado de la
práctica penal, y en su afán justiciero, comentó que: “tal vez no sería mala
idea darle una sopa de su propio
chocolate a esa escoria humana” Le pidió que lo dejara hablar con ese tal
Samedí, Raquel accedió advirtiendo que sólo fuera un pequeño correctivo.
Diego fue a buscar a Samedí y éste le
dijo todo lo que necesitaba para alfiletear al maldito aquel: una fotografía de
cuerpo entero, un artículo personal, alfileres de cabeza negra, dos velas rojas
y un poco de datura.
—Y ¿qué es eso? —preguntó.
—Es un polvo para bajar la voluntad y sin datura
no hay magia. —Contestó Samedí.
Diego se puso a investigar y confirmó
que en ciertos ritos Vudú, usan esa sustancia, que es una toxina que ataca al
sistema nervioso central disminuyendo las funciones vitales y motoras. Lo extraen de los testículos del pez globo.
De nuevo al teléfono con Raquel, Diego
le dice que es fácil realizar el “trabajito”; él tiene fotografías del
expediente y tiene acceso a armas que le confiscaron, en cuanto a la
neurotoxina, la puede conseguir con un amigo chef, dueño de un restaurante
japonés donde venden Fugu, o sea pez
globo. Sólo deben darle al aprendiz de brujo la materia prima para que prepare
la pócima y propinársela al maleante.
—¿Y cómo vamos a lograr que se tome la
porquería esa? —Preguntó Raquel.
—Ah, ya pensé en eso, ahora me alegro haberlo observado a
detalle, te cuento: El Cachacuaz,
todavía debe firmar en el juzgado un día a la semana su libertad condicional
por otros delitos menores. Mientras espera adquiere un café de máquina
tragamonedas. Así que será muy sencillo adulterar sobres de azúcar y colocarlos
a su alcance para que por propia mano se drogue.
La sed de venganza y el temor por su
vida logran decidirse a Raquel a llevar a cabo el plan de Diego. Mitiga su
conciencia pensando que de ese modo va a evitar el sufrimiento de más
inocentes.
El Cachacuaz llega al
juzgado, mientras se anuncia en el mostrador, Diego retira los sobres de azúcar
dejando en su lugar un solo ya adulterado. Tal como lo había pronosticado,
Federico, compra un café capuchino, lo endulza con la única porción que hay en
el dispensador.
—¡Qué buena suerte tengo! Alcance azúcar, el
café amargo no me gusta —piensa.
Después de firmar su libertad
condicional regresa a su casa a planear el próximo golpe.
Cuando abre la puerta empieza a sentir
un cosquilleo en las yemas de sus dedos y un cansancio extremo. Se sirve un
tequila bebiéndolo de un sólo trago. Ahora son las manos y los pies completos
los que siente dormidos, un sudor frío acompañado de nauseas lo invaden. Decide acostarse para tratar de dormir. No
puede, el malestar crece. Entonces quiere alcanzar su teléfono celular para
pedir auxilio, pero sus músculos no responden. Intenta gritar, tampoco lo
logra, ya ni sus ojos pueden virar de dirección. Está atrapado en su propio
cuerpo.
Alrededor de las once de la noche
llega su hija, y encuentra el cuerpo inanimado de su padre con los ojos sin
brillo, a causa de haber permanecido abiertos por más de siete horas. Le grita:
—¡Papá! ¿Qué te pasa?, —no hay respuesta externa, pero desde su
interior Federico grita suplicando ayuda. La muchacha hace un último intento
para convencerse de que su padre no ha muerto; lo mueve, lo cachetea y nada. Al
Cachacuaz sólo le queda la conciencia
de saberse vivo. Ni siquiera siente dolor o algún tipo de malestar corporal.
Para entonces su piel ya pálida presenta rasgos de deshidratación, y en su
rostro, sin tono muscular aparecen ojeras muy extensas y oscuras.
Por compasión su primogénita le baja
los párpados cerrando con ello un canal más de contacto con el mundo. Ahora
sólo le queda el oído.
Mientras la chica avisa a sus
familiares y amigos, Federico cae en cuenta de la terrible muerte que le
espera.
Al poco rato llegan El Toby, su socio, con un médico y
varias personas más, se oyen murmullos sollozantes.
—¡Por fin! —Piensa Federico—, éste doctorcito me va a curar.
El galeno, lo ausculta, revisa su
pulso, pasa el estetoscopio por su pecho, luego por la arteria yugular. Le abre
un ojo. Federico alcanza a ver a su madre llorando hasta que la luz de una
linterna lo ciega. Lo siguiente que escucha es: "lo siento, ha
fallecido"
Del silencio absoluto, en la
habitación se pasó a un fragor de lamentos y alaridos que se clavaban cómo
saetas en los oídos del único que no podía
emitir sonido alguno.
—¿De qué murió doctor? —preguntó la madre.
—De muerte natural, señora. Le debe servir de
consuelo que no sufrió; murió mientras dormía.
—Bueno —dijo El Toby—, yo creo que debemos velarlo aquí mismo y
enterrarlo a penas amanezca. No sea que se quiera meter la chota.
Federico estaba desesperado dentro de
su prisión corpórea, y aunque su mente estaba aún lúcida, su fe se consumía
lentamente.
Mientras tanto, en casa de Raquel,
Samedí terminaba el ritual Vudú que le habían encargado. —Ya es suyo Madame, ¿quiere darle el primer
pinchazo?
La Sra. Cuéllar suspira hondo, con
gran temor toma la fotografía y un alfiler, y justo cuando estaba a punto de hacer el contacto,
un sonido le hace pegar un gran salto. Es el teléfono, la voz de una mujer le
anuncia: "El Cachacuaz se murió,
no hará más daño". Raquel se quedó cómo petrificada.
—¿Qué sucede? —pregunta Diego.
—¡Lo matamos! —dice ella.
—No puede ser, solo le administramos una
pequeña dosis...
Piensa un momento. Mira al haitiano.
—¿Qué hiciste con el resto de la Datura
Samedí?.
—No sobró nada Doctor Cándano.
—¿Cómo? Sí había cómo para matar a un
elefante. Te dije que usaras sólo una décima parte.
—Perdón Doctor Cándano, sólo me quise
asegurar.
—¡No Inventes!
Ahora somos unos asesinos. Yo estudié medicina para salvar vidas y la estoy
quitando, créeme Raquel, hice el juramento de Hipócrates por convicción,
perdóname, toda la culpa es mía.
Raquel con voz grave preguntó a sus cómplices
si no había nada que hacer. Samedí se encogió de hombros, cerró los ojos y
agachó la cabeza, pero la mente científica de Diego fue estimulada con la
pregunta. Entonces, después de breves instantes dijo: “hay una remota rendija para revertir el daño,
será difícil, pero no podemos cruzarnos de brazos”
Diego explicó que la dosis pudo causarle la muerte,
sin embargo existía la posibilidad de que sólo lo hubieran inducido en estado
de coma. De ser así, se le podría administrar un antídoto antes de que lo
incineren o lo entierren. En sus investigaciones descubrió qué ese veneno es el
primer paso del zombismo. Al ingerir una cierta cantidad, las víctimas caen en
un profundo estado cataléptico con las funciones vitales tan disminuidas, que
hasta los médicos más experimentados pueden diagnosticar la muerte. El segundo paso es reanimar a los sujetos con
un Stranomium, un Psicoactivo que revierte el proceso.
—En mi laboratorio tengo algo que podría
funcionar —dijo el Doctor.
—Y ¿qué sugieres Diego? ¡Que vayamos al
velorio y pidamos que nos dejen ponerle una inyección al muertito!
—No es mala idea, pero antes debo corroborar
el estado de hibernación. Voy por el reactivo y de ahí me paso a la casa del
mequetrefe ese, algo se me ocurrirá para acceder al cuerpo. Vamos Samedí,
acompáñame.
Al llegar a la calle donde vivía El Cachacuaz, se fue abriendo paso entre
la multitud que abarrotaba la entrada de la casa, mostrando su credencial de la
Fiscalía General, al principio enfrentó cierta resistencia, pero la actitud rijosa
de algunos fue encendiendo los ánimos al grado que en pocos minutos Diego
estaba en peligro de linchamiento. El escándalo hizo salir al Toby, que ya en su papel de nuevo líder,
silenció al gentío diciéndole que el alboroto era lo que menos necesitaban por
ahora.
El Doctor Cándano le dijo que su
presencia solo obedecía a una inspección de rutina. El nuevo jefe con un simple
movimiento de cabeza ordenó que soltaran al extraño. Ya dentro de la casa,
pidió ver el certificado de defunción, fingió encontrar inconsistencias. Anunció
que revisaría el cuerpo por lo que pidió a los presentes abandonar un momento
la habitación. Ante la esperada negativa de la concurrencia advirtió que sí
regresaba a la Procuraduría sin el reporte completo, la autopsia sería
inminente. Con algunas reticencias logró
quedarse a solas con el delincuente.
Cuando revisó el cuerpo, confirmó sus
sospechas de inmediato; No había indicios de rigor mortis ni acumulación de
sangre en la espalda.
—Sé que estás vivo —le dijo a Federico—, aunque no te lo mereces, te voy a salvar de
una muerte espantosa.
Desde su encierro El Cachacuáz no lo podía creer. La compasión era un sentimiento que
jamás experimentó, y ahora él mismo sería redimido por un burócrata que apenas
conocía.
Mientras preparaba la jeringa, escuchó
un ruido; era El Toby que cortaba
cartucho a su arma, se la puso en la nuca y le dijo:
—¡Con que no está muerto este infeliz! ¿Pues
qué crees doctorcito? Para todo el mundo ese güey se petatió, y así se
va a quedar. Esperé mucho tiempo este momento y tú no me lo vas a echar a
perder. No la hagas de pedo, te vas en éste instante o te enterramos junto al Cacha.
La esperanza de Federico, que hacía un
minuto lo había inundado se derrumbó dramáticamente. El tormento psicológico lo
dejó exhausto. Para entonces su único deseo era que todo acabara de una vez. Decidió
dejarse ir, tal vez su alma se extinguiría también. No soportaba la idea de ser
enterrado vivo.
Diego caminó varias cuadras de regreso
hasta su carro, un tanto frustrado por el fracaso de no haber podido evitar la
muerte de Federico. Pasó por su cabeza dejar las cosas tal y cómo estaban,
después de todo nadie los podría inculpar de asesinato, pero eso implicaba una
dura carga para su conciencia. Su mente
analítica lo llevó a fraguar el plan “B” antes de llegar a su vehículo, donde
lo aguardaba Samedí. Se subió, prendió
un cigarro y dándole una palmada al extranjero le dijo:
—Prepárate, partner, nos espera una larga
jornada.
Amanece, el cuerpo de Federico yace
inerte. Su deseo no se cumplió. Voces desconocidas lo despertaron, eran los
trabajadores de la funeraria que acomodaron su cuerpo en el féretro. Se enteró
por lo que decían, pero no sintió nada.
Durante toda la mañana desfilaron ante
su ataúd varias personas, y cada una le hacía una reclamación y se alegraba de
su muerte.
—¿Será que ya me morí y esto es el infierno? —Se preguntaba Federico—.
Dios mío perdóname. Sí me devuelves mi cuerpo te prometo que me volveré
bueno.
De un momento a otro, la claridad que
durante horas había penetrado sus
párpados se extinguió y los sonidos apenas eran audibles. El féretro había sido
cerrado porque la hora de partir al panteón había llegado. En ese momento le
entró otro ataque de pánico al pensar en la posibilidad de recobrar su
movilidad cuando ya estuviera tres metros bajo tierra.
Diego y Samedí se habían turnado para
dormir mientras el otro vigilaba la salida del cortejo fúnebre. No fue difícil
incorporarse a la fila de autos de la procesión. El nuevo plan era ubicar la tumba, esperar
que cerraran el panteón y rescatar a Federico para administrarle el antídoto.
Las alucinaciones, que cada vez con
más frecuencia abstraían la mente de Federico, se interrumpieron con
estruendosos sonidos, en su confusión brilló una nueva esperanza, —me están rescatando —pensó, pero los
ruidos iban gradualmente desapareciendo. Eran las paladas de tierra que
retumbaban sobre la tapa del féretro metálico. A partir de ese momento el
aislamiento era absoluto; silencio sepulcral en medio de tinieblas. Un último
grito mental lo desconectó de la realidad.
Una vez cerrado el panteón, tuvieron
que esperar que los enterradores concluyeran su trabajo. No había riesgo de
asfixia, Federico era un involuntario faquir en espera de sorprender a su
público.
La tierra estaba floja, así que fue
más rápido de lo esperado llegar al ataúd, Samedí lo abrió. Cuando Diego terminó
de aplicar la intravenosa, una voz ordenó: “no se muevan, están arrestados” la
policía los había sorprendido.
—Tú, vigila el cuerpo del delito —instruyó el oficial de mayor rango al más
joven de los uniformados—. Nosotros
ahorita regresamos, llevaremos a estos roba tumbas a la patrulla. Se enfilaron
a la entrada principal del panteón.
El joven policía, deseoso de entrar en
acción, inspeccionó muy en su papel, la tumba profanada, dirigió la luz de su
lámpara al rostro del exhumado. y cuando se acercó para ver detalles, los ojos
del Cachacuaz se abrieron tan grandes
que casi se salían de los cuencos y como sí tuviera un resorte se incorporó
extendiendo los brazos y bramando aterradores alaridos. El muchacho salió
corriendo y no paraba de gritar:
—Zombis, zombis.
Los policías que arrestaron a Diego y
Samedí, al oír el alboroto, se apresuraron a encerrarlos en la patrulla, pero
cuando se percataron, que el escándalo provenía de su compañero novato
explotaron en carcajadas.
—¿Pos no que eras muy valiente? —Le pregunto el sargento.
—¡Es verdad! y vienen a chuparnos el cerebro,
miren.
Voltearon todos a al interior del panteón
y en la negrura arbolada se percibía movimiento.
—Ha de ser el velador.
—No oficial, yo estoy aquí.
—¡Ah chinga! ¿Entonces qué es eso?
Poco a poco la imagen tomaba forma;
una figura humana se desplazaba con movimientos torpes hacia ellos.
Desenfundaron sus armas y apuntaron como con mal de Parkinson, uno de
ellos tartamudeando sentenció:
—De-de-téngase
o dis-pa-pa-ramos.
La respuesta fue un pavoroso sonido
gutural... El muchacho empezó a disparar. El
Cachacuaz continuaba avanzando, entonces todos lo siguieron, vaciaron sus
armas y cuando Federico estuvo a punto de llegar, los tres salieron corriendo.
Una semana después Federico había sido
recluido en un hospital, y no por los balazos <>
sino en un nosocomio psiquiátrico, el trauma de haber sido enterrado vivo no lo
pudo superar. Diego y Samedí salieron libres tras pagar una fianza, el delito
grave de robo de cadáver no se fraguó, ellos exhumaron un vivo, no un muerto.
En la declaración preparatoria del
Doctor Cándano quedó asentado que él, al realizar los estudios periciales del
caso Cuéllar descubrió que el inculpado tenía una propensión a la catatonia por
padecer un tipo de epilepsia muy raro. Y que resolvió actuar por su cuenta, sin
dar aviso a las autoridades porque de cumplir con las formalidades legales y
administrativas, se hubiera perdido tiempo para salvar la vida del
enfermo.
Después de todo, su trabajo sirvió para
hacer la justicia que el aparato burocrático, es incapaz de ofrecer.