El Machete
Por
Rodrigo García Leo
Por
primera vez, desde que falleció Isabel me tomé unos días, el trabajo intenso no
resultó ser un buen refugio para olvidar mi pena. No tenía plan, sólo subí al
auto y manejé sin rumbo definido. Pasada la media noche involuntariamente me vi
formando parte de un desfile inusitado, la carretera secundaria por la que
circulaba fue invadida por un gentío que avanzaba lentamente con veladoras
encendidas, entonces caí en cuenta de la fecha, era dos noviembre, día de
muertos.
Después
de varias horas de manejar me sentía cansado, y como las costumbres populares
me tenían sin cuidado, detuve el coche, decidí caminar un poco para estirar las
piernas, tomé un sendero que me llevó a la ribera de un río, me senté en una piedra
para admirar la vista, la luna se reflejaba en quietas aguas bordeadas de claros
pastos.
De pronto, un murmullo me sobresaltó tanto que podía
escuchar mi corazón acelerado. Volví la cara en dirección de la voz y no vi a
nadie, supuse que me había traicionado la conciencia. Sin embargo vi algo sobre
el agua, justo dónde se formaba el camino de luz. Quise saber qué era, me
levanté y caminé por la orilla, La sombra se desplazaba hacia mí... “es sólo un
tronco, por aquí nunca pasa nada, señor” —escuché una voz grave. ¡Del espanto
casi me caigo!.
Quién habló era un hombre mayor con apariencia de
campesino, traía de la mano a una niña pequeña. Antes de que yo pudiera
reaccionar, él continuó:
—No se me asuste, mi amigo, ya le dije que aquí nunca
pasa nada. Salude al patrón, María.
Ella levantó una de sus manitas y me regaló una enigmática
sonrisa; reflejaba dolor y ternura al mismo tiempo.
—¿Por qué se separó de la procesión? —preguntó el hombre.
Contuve la risa para evitar problemas, le aclaré que sólo
esperaba que se despejara el camino para continuar porque yo no tenía nada que
festejar.
El viejo, circunspecto se sentó en la misma roca que yo
ocupé antes, clavó en la tierra el machete que portaba, acomodó a María sobre
sus piernas y con su paliacate le limpió las manchas color marrón que rodeaban
su boquita.
—¿Pos qué le pasa? —inquirió. Pensé eludir la pregunta,
pero algo en su mirada me inspiró confianza.
—Mí mujer falleció el mes pasado y no encuentro cómo
seguir adelante.
—La muerte es parte de la vida, señor; sí ella se jue
antes, por algo sería—. Acarició a la niña—. Usted en cambio, seguro que tiene
muchas cosas que hacer.
—Tal vez, pero es injusto, ella tenía muchas ilusiones.
—¿Pos luego? Si usted se rinde, la vida de ella habrá
sido en balde.
—¿Cómo?
—Sí señor, mientras la memoria de un dijunto siga
floreciendo en el corazón de los vivos; mientras lo que hizo siga dando frutos
en los que dejó, el muerto estará en paz, pero si no hay quién recuerde sus quehaceres,
esa alma no hallará sosiego.
Esas palabras me impactaron tanto, que no supe qué decir.
Él continuó:
—Mire, éste zacate, tá' seco, pero no muerto del todo.
Tá' seco porque el río tá' calmo y aun así lo come el ganado y lo caga, lo
abona pues, y cuando el río crezca reverdecerá. Si el río y el ganado no
cumplen con su encargo, el zacate morirá pa' siempre.
El viejo se levantó y repuso: “Qué tenga buenas mercedes,
patrón, nos vamos porque nos esperan a cenar”
Escurrió una lágrima sobre mi cara llena de gozo y me
quedé observando por un momento más el paisaje. Un tenue ruido me hizo voltear
al sitio donde vi por última vez al campesino. Entonces noté que había olvidado
el machete, lo menos que podía hacer era regresárselo, así que fui a buscarlo.
Regresé al carro y en pocos minutos alcancé a los marchantes que obstruyeron el
camino, la saga iba entrando al panteón municipal. Aquello era una verdadera
romería nocturna.
Pregunté a un joven por el anciano, noté que de inmediato
supo de quién se trataba, después de mirarme a los ojos un momento me pidió que
lo siguiera, a nuestro paso encontrábamos aquí y allá lápidas alegradas con
Cempasúchil y ofrendas con comida. Para mi sorpresa se detuvo donde había dos
tumbas copiosamente ofrendadas, pero sin personas a su alrededor, cómo las
otras.
—Ahí los tiene
—No entiendo
—Usted miró a Don Epifanio, pero no era él, sino su ánima
bendita.
—¿Qué? ¿Me está usted diciendo que este machete es de un
fantasma?
—No señor, ese machete es del Remigio.
—¿Y quién es Remigio?
—El peón que macheteó a Don Epifanio al asaltarlo. Pero
no vaya usted a creer que era tan malo, lo que pasa es que necesitaba dinero pa´
curar a su hija María, que estaba malita. La pobrecita de todos modos murió,
porque con el mitote que se armó ya no dio tiempo de salvarla. El Remigio pagó
caro su pecado cuando se enteró que el dinerito ese, lo llevaba el viejo pa'
pagar las medicinas de la enfermita. El infeliz se volvió loco, andaba todo
enjuto y ni de la cárcel quería salir.
—¿Y usted cómo sabe esta historia? ¿Conoció a esas
personas?
—¡Huy señor! Eso pasó hace mucho y todo el pueblo lo sabe
de oídas; el ánima de Don Epifanio se aparece porque anda buscando a Remigio
pa' apaciguarle la pena. ¡Ande, póngales algo a sus tumbas!, el viejo fumaba
Faros y a la dijuntita le encantaba la Calabaza en Tacha.