Acapulco,
Guerrero. 12 de diciembre de 2011.
Alejandra se despertó al amanecer, caminó, como era su costumbre desde hacía quince años, a la ventana panorámica del departamento. Punta Diamante le brindó el mismo paisaje que la hizo soñar desde muy pequeña, pero esta vez, la bahía le pareció más hermosa que nunca. Absorta en sus ilusiones, no se percató del paso del tiempo. La voz de Magda, su madre, la regresó a la realidad: “Ale, hijita apúrate porque tu papá quiere adelantarse al tránsito y Jimmy tiene que llegar a terminar la tarea”.
Horas después, los
Fernández viajaban de regreso a la Ciudad de México. Casi al llegar a
Chilpancingo su vehículo fue el primero en ser detenido por manifestantes que iniciaban
un “plantón”, bloqueando la Autopista
Del Sol.
–¡Me lleva…! –Exclamó
el padre–. ¿Nosotros qué culpa tenemos de sus problemas?
Alejandra, quitándose
los audífonos del iPod se quejó: “¡Ashh, les dije que nos fuéramos en avión!”
Unos jóvenes se
acercaron, Julián Fernández les solicitó de forma cordial que los dejaran
pasar. Los muchachos se disculparon argumentando que esa era la única forma de
que el Gobernador les hiciera caso, le ofrecieron un volante con la consigna de
sus demandas. Él, molesto por la negativa, lo tomó y sin leerlo lo arrojó al
suelo, diciendo: “¡Esa no es mi bronca, chamacos, nosotros sólo vamos de paso!”
–Amigo, coopérenos con
alguna moneda pa´l movimiento, ¿no?
–¿Movimiento? ¡Pónganse
a trabajar, eso es lo que necesita el país!
Cómo los manifestantes
estaban acostumbrados a ese tipo de reacciones, ignorando el vituperio, casi
todos prosiguieron su labor con los vehículos que se habían acumulado tras la camioneta
Land Rover Ranch de la familia Fernández. Pero uno de ellos sí encaró al turista:
“¿Usted qué sabe? ¡Viejo pendejo! Qué fácil decirnos eso allí sentado en su camionetota…” El conductor lanzando una
mirada de desprecio subió la ventanilla. Algunos de sus compañeros obligaron al
chico a reincorporarse al grupo que boteaba.
Alejandra criticó a su
padre por la procaz actitud: “¡Qué grosero!”, reprochó. Hábilmente Magda, para
evitar el primer enfrentamiento del día entre padre e hija, sugirió que
esperaran en la gasolinera contigua. “Podemos ir al baño y comprar unas papas”,
dijo.
Ante el alboroto que
crecía, Julián accedió y orilló el vehículo. Caminaron hasta la tienda anexa a la
estación de servicio. Unos minutos después, acudieron al punto de conflicto
desde ambas direcciones una treintena de policías federales. Cuando vieron
desplazarse hacia los acotamientos de la carretera a varios manifestantes, el
padre de familia concluyó que la Fuerza Pública estaba ya disolviendo el
bloqueo. Por lo que instó a su esposa e hijos a regresar al carro para reanudar
su viaje. El primero que llegó fue Jimmy, y justo cuando abrió la portezuela, el
humo blanco de una granada de gas lacrimógeno provocó una estampida humana en
dirección suya.
–¡Regresen, estaremos
más seguros dentro de la tienda! –Clamó Magda, pero el niño, conmocionado
permanecía inmóvil. Su padre lo condujo de vuelta, sin embargo ya no pudieron
entrar, el lugar estaba colmado de angustiados paseantes.
Los uniformados arremetieron
contra los muchachos más osados, los líderes estudiantiles arengaban a sus correligionarios
a resistir, la tensión creció con dimes y diretes de ambos bandos. De pronto se escucharon disparos, seguidos de
una explosión en la gasolinera ubicada del otro lado de la carretera.
–¡Vámonos de aquí!
–Dijo Julián al ver las llamaradas que siguieron al estallido.
Volvieron a la
camioneta, atravesando un tumulto compuesto por turistas horrorizados, en medio
de manifestantes enfrentándose con policías, o huyendo de estos. Siguieron a
una fila de carros que escapaba por la calle trasera de la gasolinera, pero
sólo consiguieron incorporarse a la carretera secundaria a Petaquillas, que
estaba congestionada.
Jimmy se acercó a su
madre y le dijo al oído: “Mamá, hay alguien allá atrás.” Sobresaltada, Magda,
con gritos pidió a su esposo que hiciera algo. Entonces al verse descubierto, un
jovencito se asomó temerosamente tras el asiento posterior. Su rostro lo decía
todo, estaba tan asustado como ellos y además reflejaba la vergüenza de sentirse
traidor por cobardía. Julián frenó abruptamente mientras vociferaba preso de
recelo: “¿Qué haces aquí, cabrón? ¡Bájate! ¿Hay alguien más allá atrás?”
–No… no señor, sólo
estoy yo, no les voy a hacer nada. Me subí pa´
esconderme… es que cuando oí la
explosión, la mera verdá me dio
miedo.
–¡Que te bajes, dije!
–Ordenó de nuevo abriendo remotamente la portezuela trasera.
–Ta´ bien, señor, pero por favor tíreme
más allá.
Magda, viendo que era
casi un niño sintió compasión, algo le decía que no los pondría en peligro.
Ella le suplicó a su marido que no expusiera al muchacho.
Julián ya desde fuera, a
tirones pretendía bajarlo, hasta que las sirenas de camiones con personal anti
motín, que avanzaban en dirección al conflicto lo hicieron condescender.
Durante algunos minutos
un gran silencio regeneró, en parte el sosiego de todos, pero seguían
varados. El polizón, que se llamaba
Esteban, sugirió tomar una vereda que los llevaría al libramiento a Tixtla, por
donde podrían regresar a Chilpancingo, y de ahí retomar la Autopista más
adelante. No les pareció mala idea, así que se internaron en esa dirección.
Avanzaron por el
sendero de terracería unos kilómetros, cuando al salir de una curva, se
encontraron de frente con dos camionetas que venían a gran velocidad. La colisión
fue evitada, pero uno de esos vehículos salió del camino. A pesar de que Julián
ignoraba quienes eran, el instinto le hizo acelerar para alejarse lo más pronto
posible.
Las camionetas
pertenecían a sendos grupos delincuenciales que rivalizan por el control de la
zona. De hecho, protagonizaban en ese momento una persecución que culminó con
el alcance de la camioneta despistada, desatándose un enfrentamiento armado.
Ellos pudieron escuchar
la balacera; todo transcurrió muy rápido, pero bastaron unos segundos para que
volviera a reinar el pánico, Jimmy empezó a llorar, Magda fingiendo entereza trató
de calmarlo, mientras Alejandra repetía una y otra vez: “Esto no está
sucediendo”.
Al llegar nuevamente a
camino pavimentado Esteban dijo: “Agarre por la derecha, ahorita es más seguro
que lléguemos a Ayotzi”.
–¿Qué es eso? ¿Qué
demonios hay ahí? –Replicó Julián.
–Allí está mi escuela y
debe haber policías municipales.
–No entiendo, ¿qué no
estás huyendo de la policía?
–Bueno sí, de los
granaderos, pero los que le digo son los del Municipio y sólo vigilan que los
estudiantes no regrésemos en los
camiones prestados.
–¿Y eso qué importancia
tendría? –Cuestiona Alejandra
–¡Oh, pos es que los tomamos prestados a
fuerzas!
–O sea, los roban… ¡Ustedes
también son unos vulgares delincuentes!
–La lucha social a veces necesita tomar acciones fuera de la Ley. Los
alzados en todas las revoluciones rompen el Estado de Derecho del régimen que
oprime al pueblo.
–¡Órale! Qué bien
aleccionados los tienen! –Dijo sorprendida Magda.
–Bueno, ya basta. Lo
importante es que al llegar a ese lugar tú te bajas, y nosotros les pedimos apoyo
a los municipales.
–Pos como usted quiera, Don,
pero le recomiendo que no se fíe de ellos, yo sé lo que le digo… mejor esperen,
cuando lleguen los periodistas se van con ellos, no sea que "me los vayan a sembrar por ay".
La expresión, aunque nunca la habían escuchado era gráfica, que no dudaron en atenderla.
La expresión, aunque nunca la habían escuchado era gráfica, que no dudaron en atenderla.
Al llegar a la Normal
de Ayotzinapa, una señora abrió el portón.
Se trataba de Delfina, cocinera de la escuela. Ella notó tan alterados a
los visitantes, que insistió en ofrecerles té de tila para calmar los nervios. Cuando
Magda y Julián le contaron lo sucedido, la mujer persignándose comentó: “¡Válgame
Jesucristo! Yo entiendo a estos muchachos, pero no se dan cuenta que se llevan entre las patas a otros. Figúrense,
mi hijo perdió la chamba porque el
hotel en Acapulco onde trabajaba
cerró por falta de turistas. Y ora el
pobre anda batallando pa´ darle de
comer a tres criaturas”
Mientras tanto,
Alejandra y Esteban intercambiaban puntos de vista sobre la compleja
problemática de la sociedad mexicana. Eso los llevó a aprovechar la distracción
de los mayores para escabullirse a recorrer las instalaciones. Caminaron hacia la
arcada del edificio principal, donde están las aulas, que Esteban obvió por
carecer de interés.
–Ven, mejor te enseño
mi dormitorio.
–¿Dormitorio?
–Sí, esto es un internado,
la mayoría venimos de muy lejos. Yo por ejemplo, soy de Atlacahualoya, un pueblo
de Morelos, allá por Cuautla.
–¿Y por qué decidiste
venir a estudiar aquí?
–Si quieres salir de
jodido no hay de otra; te vas de sicario, de mojado o de maestro. Y yo quiero
volver a mi pueblo a dar clases, porque a los de fuera les asusta trabajar en jacalones. –Alejandra
tragó saliva.
Entraron en una
habitación amplia y húmeda, con penetrante olor a sudor rancio. Tenía por
muebles dos camastros, en torno a las paredes, dispuestas con cierto orden varias
mochilas y algunos huacales con cobertores y efectos personales.
–Obviamente aquí
duermen más de dos. ¿Y las demás camas?
–Aquí vivimos veinte.
Los catres son de los “potentados”, los demás nos acomodamos en cajas de cartón
y petates. Ya pa´ cuando pasas a
quinto semestre tienes derecho a un colchón –Contestó Esteban sonriendo ante la
candidez de la pregunta.
De regreso al patio
frontal, Alejandra se detuvo frente a una casita que desentonaba con el resto
de las construcciones, estaba pintada de rojo y negro, lucía además grandes imágenes
del Che Guevara y Lenin. Esteban interpretó el desconcierto de la chica.
–Esa es la Casa del Activista,
también es un dormitorio, pero es mucho más que eso, si no fuera por ella,
desde hace décadas las chingadas
políticas del gobierno hubieran desaparecido la normal. Los camaradas que viven
ahí y algunos maestros, nos enseñan materias que no vienen en el Plan de
Estudios, cosas como la “argumentación fundamentada”, pa´ contestarle al que sea.
Prosiguieron el
recorrido, la vista que ofrecía el traspatio era sorprendente: El verde intenso,
con surcos bien alineados e hileras de vivos colores en un área dentro de las
bardas del plantel, llevó a la chica a preguntar: “¿Son de la escuela esos
sembradíos?”
–Pos sí… somos campesinos, nosotros sí sembramos maíz, frijol y flores, para
comer y vender pues, pero a veces ni
así alcanza, entonces salimos a botear, a
pesar de los riesgos y humillaciones que ya te distes cuenta que pasamos.
Alejandra bajó la
cabeza, incomoda por la alusión. El choque de una realidad que nunca imaginó
siquiera, cimbraba los esquemas mentales aprendidos desde su cómoda posición.
El saldo oficial de la
protesta: veinticuatro detenidos, siete lesionados y tres muertos, dos de ellos
estudiantes abatidos por impacto de bala, más un empleado de la gasolinera
incendiada, quién falleció a causa de las quemaduras.
Durante casi tres años,
cuando volvía a su departamento en la playa, los amaneceres de Alejandra ya no eran
motivo del arrobo de sus sentidos. Se había sumado sin embargo, solamente a las
filas de los que se lamentan de la ruindad humana sin hacer nada.
Así fue, hasta que otra
tragedia enlutó a todo un país: Los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. El nombre
de Esteban en la lista la marcó para siempre.
El día 8 de noviembre
de 2014, caminó a la vanguardia de una marcha portando un cartel que contenía, no un lema, sino una pregunta:
“¿Qué cosecha un país que siembra cuerpos?”. Poco después ella fue detenida, por supuestas
vinculaciones con el grupo de anarquistas, que pretendían quemar la Puerta
Mariana del Palacio Nacional. La chica nunca llegó a los separos. Regresó a
casa tres días después, vejada y violada por policías vestidos de civil a
quienes asegura haber visto infiltrados entre los manifestantes.
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