miércoles, 30 de diciembre de 2015

El Río Calmo y el Zacate Seco



Todo había terminado, sin Isabel, la mujer que llenó la mitad de mi vida, nada tenía sentido. Cierto es que hubo silencios dolorosos, pero fuimos muy felices. El reloj marcaba las tres cuarenta de la mañana, el cielo despejado permitía al firmamento presumir un esplendor insospechado para un insensible citadino como yo. Después de varias horas de manejar sin rumbo me sentía cansado; era tarde para pernoctar en la siguiente ciudad, detuve el coche, caminé por un sendero con la intención de encontrar un paraje y, tal vez ¿por qué no? perderme.
La vereda me llevó a la ribera de un río, me senté en una piedra para observar el magnífico paisaje que se presentaba ante mis ojos, no pensé que aún tuviera capacidad de asombro ante la belleza: la luz de la luna se reflejaba en las quietas aguas bordeadas de claros pastos y, al fondo un bosque dibujaba siluetas en el cielo. Los recuerdos surgían desordenados en mi mente atormentada; me preguntaba qué habría pasado si yo…
De pronto, un murmullo me hizo regresar a la realidad. Me sobresalté tanto que podía escuchar mi corazón acelerado. Volví la cara en dirección de la voz y no vi a nadie, supuse que me había traicionado la conciencia.
Encendí un cigarro y al levantar la mirada vi algo sobre el agua, justo dónde se formaba el camino de luz. Quise saber qué era, me levanté y caminé por la orilla, La sombra se desplazaba hacia mí...
—Es sólo un tronco, por aquí nunca pasa nada señor —dijo la voz atrás de mí. Del susto casi me caigo.
Quién habló era un hombre mayor, de complexión fuerte y, a juzgar por su apariencia un campesino; pantalón de mezclilla, camisa a cuadros, sombrero de palma y machete al cinto. Traía de la mano a una niña pálida y con ojeras. Antes de que yo pudiera reaccionar, él continuó:
—No se me asusté, mi amigo, ya le dije que aquí nunca pasa nada.
—¡Pues no asuste, hombre! ¿y... el machete para qué es?
—Pos' pa' lo que fue hecho ¿pa´ qué más? Pa´ abrir brecha, el zacate tá' seco y muy crecido… Pero buenos días señor. Salude al patrón María.
La pequeña levantó una de sus manitas y me regaló una sonrisa de ángel.
—¿Qué lo trae por acá? —preguntó el hombre.
—He manejando por mucho tiempo y me detuve a estirar las piernas. ¿Ustedes son de por aquí?
—Allá, onde ve esos árboles; allí mérito nació María; yo, más pa´ allá.
—María no se ve bien —dije al tiempo que me quitaba el saco para abrigarla.
La niña se apartó. El viejo dijo:
—Es mejor que no intente tocarla; ella ta' bien.
Para destensar el momento pregunté:
—Oiga, sí no es indiscreción. ¿Se le hizo tarde o se le hizo temprano?
—No señor, ni una, ni otra. Llegué puntual, cómo siempre. —Tragué saliva—. El problema de los de la ciudad es que no saben vivir sin contar las horas.
—Tiene razón, pero en mi caso, hace semanas que la hora me da lo mismo.
—¿Pos qué le pasa? —preguntó, mientras se sentaba en la roca que yo ocupé antes, cargó a María y la acomodó sobre sus piernas. Pensé eludir la pregunta, pero algo en su mirada me inspiró confianza.
—Mí mujer falleció el mes pasado y no encuentro cómo seguir adelante.
—La muerte es parte de la vida señor; sí ella se jue antes, por algo sería—. Acarició a la niña —. Usted en cambio, tiene misiones qué cumplir.
—Tal vez, pero es injusto, ella tenía muchas ilusiones.
—¿Pos luego? Si usted se rinde, la vida de ella habrá sido en balde.
—¿Cómo?
—Sí señor, mientras la memoria de un dijunto siga floreciendo en el corazón de los vivos; mientras lo qui´hizo siga dando frutos en los que dejó, el muerto estará en paz, pero sí no hay quién recuerde sus quihaceres, esa alma no hallará sosiego.
Esas palabras sacudieron mi entendimiento, me impactaron en lo más profundo del corazón, con la boca abierta no supe qué decir. Ante el evidente azoro continuó diciendo:
—Íre, éste zacate, tá' seco, pero no muerto del todo. Tá' seco porque el río tá' calmo y aun así lo come el ganado y lo caga, lo abona pues, y cuando el río crezca reverdecerá. Si el río y el ganado no cumplen con su encargo, el zacate morirá pa' siempre.
El viejo se levantó, llevó el dedo índice de su mano izquierda a la boca en señal de silencio y partió con María hacia la espesura del bosque.
Escurrió una lágrima sobre mi cara llena de gozo y me quedé observando por un momento más el panorama. Deseaba retener en mi mente la enseñanza de aquel humilde sabio y el escenario del alivio a mi penar. Cerré los ojos y ahí estaba Isabel, tan bella, tan diáfana, me miraba con dulzura. Le pregunté: ¿Cuál es mi misión amor? Y después de un gran suspiro abrí los ojos y me dispuse a regresar.
Un tenue ruido me hizo voltear al sitio donde vi por última vez al campesino. Entonces noté que había olvidado el machete, lo menos que podía hacer era regresárselo, así que fui a buscarlo. Llegué dónde los árboles y encontré una cabaña modesta. Toqué la puerta, me abrió un joven. Le pregunté por el anciano y me respondió:
—Usted debe haber mirado a Don Epifanio, pero no era él, sino su ánima bendita.
—¿Qué? ¿Me está usted diciendo que este machete es de un fantasma?
—No señor, ese machete es del Remigio.
—¿Y quién es Remigio?
—El peón que macheteó a Don Epifanio.
Solté con estupor el arma homicida. Le pregunté consternado: ¿Por qué lo hizo?
 —Pa´ quitarle el dinero que necesitaba pa´ curar a su hija que estaba malita.
La niña se llamaba María?
—Sí señor, y la pobrecita de todos modos murió porque con el mitote que se armó ya no dio tiempo de salvarla. Pero también pobre del Remigio; pagó caro su pecado cuando se enteró que el dinerito ese lo llevaba el viejo pa' dárselo pa´ pagar las medicinas de la enfermita. El infeliz se volvió loco, andaba todo enjuto y ni de la cárcel quería salir.
—¿Y usted cómo sabe esta historia? ¿Conoció a esas personas?
—¡Huy señor! Eso pasó hace mucho y todo el pueblo lo sabe de oídas, pero algunos hemos visto que en noches cómo ésta, con el río calmo y el zacate seco, el ánima de Don Epifanio se aparece porque anda buscando a Remigio pa' apaciguarle la pena.
Ya pasaron diez años de esa madrugada en que se cruzó por mi camino Don Epifanio. A Isabel la sigo extrañando, la recuerdo en todo momento pero sin dolor. Me volví a casar, tengo una hija a quien llamamos María y es tan linda como la chiquita que me sonrió a la orilla del río calmo. Nunca pensé en hacerlo, pero hoy algo me impulsó a recrear con la pluma esta vívida historia de amor y esperanza. Casualmente hoy también es la presentación de mi cuarta novela.

CANTOYA


Cantoya: recóndita región de oriente, famosa por su milenaria tradición de elevar deseos al cielo mediante lámparas flotantes elaboradas a base de papel seda y una flama de parafina.
Esa descripción convencería a cualquiera, pero aun cuando al parecer, en efecto el invento de los abuelitos de los modernos DRONES se remonta a China, lo cierto es que la denominación de origen no es Cantoya, sino Cantolla (así, con LL), que es el apellido de un singular personaje del México del siglo XIX y principios del XX.
El, literalmente ilustre mexicano Joaquín de la Cantolla y Rico cedió su nombre a los globos de luz por designio popular.
Resulta que nuestro prócer de los aires, confeccionó desde niño con sus propias manos un sin número piezas. Con el tiempo su habilidad logró que cada vez sus artesanías fueran más grandes, más vistosas y más eficaces para desplazarse a grandes distancias. Fue tal su obsesión que la constancia hizo que todo el vecindario se acostumbrara a ver esos objetos en el cielo. Cuando algún extraño preguntaba admirado al ver una luz voladora, los vecinos respondían: “es un globo de Cantolla”
Joaquín fue, propiamente un niño héroe, pues estudiaba en el Colegio Militar durante la invasión gringa en 1847, por lo tanto, participó en la batalla de Chapultepec. Para su fortuna no falleció, pero por lo mismo no fue considerado héroe, un poco desencantado continuó con su carrera militar hasta que a causa de un accidente con pólvora perdió un ojo, motivo por el cual abandonó los estudios. Varias fuentes consultadas mencionan el hecho sin aclarar la naturaleza de la eventualidad, pero conociendo las inclinaciones de Joaquín, no sería imposible suponer que experimentaba una suerte de propulsión para sus globos (Ojo, esto es de mi cosecha, una mera suposición atando cabos, pues ciertamente también era inventor)

Ya fuera de la milicia buscó trabajo y lo consiguió de telegrafista, esa actividad no lo hacía sentirse vivo, pero al menos se podía mantener. Cierto día llegaron dos aeronautas norteamericanos, los hermanos Wilson, quienes por módicos centavos permitían la entrada a un terreno de donde despegaba su globo. Joaquín no sólo fue el primero en acudir al singular circo, sino que hizo todo lo posible para volverse un ayudante provisional –sin paga, por supuesto- mientras los gringos permanecieran explotando su espectáculo en la CDMX. Evidentemente su intención fue absorber la mayor cantidad posible de conocimientos en materia de aerostática.
Mantuvo, sin embargo, su empleo en Telégrafos de México. Siendo un ñoño solitario sin demasiados gastos, en no mucho tiempo pudo ahorrar un pequeño capital con el que fundó una empresa que denominó “Aerostática de México, S.A.” su objetivo principal era construir globos aerostáticos tripulables, pero sus ingresos provenían de la manufactura de “globos de Cantoya” (los de papel de china) para eventos sociales.

Alguien podría suponer que esta imagen fue la bien lograda escena de alguna película de “La Vuelta al Mundo en 80 Días” Pero no; son los mexicanos Joaquín de la Cantolla y Alberto Braniff, precursores de la aeronáutica nacional.
La fotografía corresponde al último vuelo de Don Joaquín. Resulta que el 20 de marzo de 1914, Braniff lo invitó a estrenar su nuevo juguete, un globo de fabricación francesa que contaba con la mejor tecnología del momento. El decano de los vuelos tripulados siempre voló con equipos manufacturados por él mismo, de manera que el último modelo de ese tipo de artefactos lo predisponía un poco. Además, Alberto, si bien cuatro años antes se cubrió de gloria por ser el primer piloto aviador del país, en materia de globos no tenía experiencia.

Así, en medio de una gran expectación y con gran algarabía citadina, los héroes del aire despegaron de la Alameda. Todo marchaba estupendamente hasta que un viento inesperado los llevó al valle de Chalco donde había un campamento de zapatistas, los rebeldes sin dudarlo intentaron derribar la aeronave a punta de balazos. Los tripulantes lograron salvar la vida, De la Cantolla, sin embargo, se sintió mal, por lo que el Junior lo llevó a su casa toda la velocidad que su automóvil era capaz de desarrollar.
Dicen que fueron tantas emociones en un sólo día que su acelerado corazón de ochenta y cinco años de edad le provocó el derrame cerebral que terminó con su gloriosa existencia.