miércoles, 28 de octubre de 2015

EL MACHETE


El Machete

Por Rodrigo García Leo

Por primera vez, desde que falleció Isabel me tomé unos días, el trabajo intenso no resultó ser un buen refugio para olvidar mi pena. No tenía plan, sólo subí al auto y manejé sin rumbo definido. Pasada la media noche involuntariamente me vi formando parte de un desfile inusitado, la carretera secundaria por la que circulaba fue invadida por un gentío que avanzaba lentamente con veladoras encendidas, entonces caí en cuenta de la fecha, era dos noviembre, día de muertos.
Después de varias horas de manejar me sentía cansado, y como las costumbres populares me tenían sin cuidado, detuve el coche, decidí caminar un poco para estirar las piernas, tomé un sendero que me llevó a la ribera de un río, me senté en una piedra para admirar la vista, la luna se reflejaba en quietas aguas bordeadas de claros pastos.
De pronto, un murmullo me sobresaltó tanto que podía escuchar mi corazón acelerado. Volví la cara en dirección de la voz y no vi a nadie, supuse que me había traicionado la conciencia. Sin embargo vi algo sobre el agua, justo dónde se formaba el camino de luz. Quise saber qué era, me levanté y caminé por la orilla, La sombra se desplazaba hacia mí... “es sólo un tronco, por aquí nunca pasa nada, señor” —escuché una voz grave. ¡Del espanto casi me caigo!.
Quién habló era un hombre mayor con apariencia de campesino, traía de la mano a una niña pequeña. Antes de que yo pudiera reaccionar, él continuó:
—No se me asuste, mi amigo, ya le dije que aquí nunca pasa nada. Salude al patrón, María.
Ella levantó una de sus manitas y me regaló una enigmática sonrisa; reflejaba dolor y ternura al mismo tiempo.
—¿Por qué se separó de la procesión? —preguntó el hombre.
Contuve la risa para evitar problemas, le aclaré que sólo esperaba que se despejara el camino para continuar porque yo no tenía nada que festejar.
El viejo, circunspecto se sentó en la misma roca que yo ocupé antes, clavó en la tierra el machete que portaba, acomodó a María sobre sus piernas y con su paliacate le limpió las manchas color marrón que rodeaban su boquita.
—¿Pos qué le pasa? —inquirió. Pensé eludir la pregunta, pero algo en su mirada me inspiró confianza.
—Mí mujer falleció el mes pasado y no encuentro cómo seguir adelante.
—La muerte es parte de la vida, señor; sí ella se jue antes, por algo sería—. Acarició a la niña—. Usted en cambio, seguro que tiene muchas cosas que hacer.
—Tal vez, pero es injusto, ella tenía muchas ilusiones.
—¿Pos luego? Si usted se rinde, la vida de ella habrá sido en balde.
—¿Cómo?
—Sí señor, mientras la memoria de un dijunto siga floreciendo en el corazón de los vivos; mientras lo que hizo siga dando frutos en los que dejó, el muerto estará en paz, pero si no hay quién recuerde sus quehaceres, esa alma no hallará sosiego.
Esas palabras me impactaron tanto, que no supe qué decir. Él continuó:
—Mire, éste zacate, tá' seco, pero no muerto del todo. Tá' seco porque el río tá' calmo y aun así lo come el ganado y lo caga, lo abona pues, y cuando el río crezca reverdecerá. Si el río y el ganado no cumplen con su encargo, el zacate morirá pa' siempre.
El viejo se levantó y repuso: “Qué tenga buenas mercedes, patrón, nos vamos porque nos esperan a cenar”
Escurrió una lágrima sobre mi cara llena de gozo y me quedé observando por un momento más el paisaje. Un tenue ruido me hizo voltear al sitio donde vi por última vez al campesino. Entonces noté que había olvidado el machete, lo menos que podía hacer era regresárselo, así que fui a buscarlo. Regresé al carro y en pocos minutos alcancé a los marchantes que obstruyeron el camino, la saga iba entrando al panteón municipal. Aquello era una verdadera romería nocturna.
Pregunté a un joven por el anciano, noté que de inmediato supo de quién se trataba, después de mirarme a los ojos un momento me pidió que lo siguiera, a nuestro paso encontrábamos aquí y allá lápidas alegradas con Cempasúchil y ofrendas con comida. Para mi sorpresa se detuvo donde había dos tumbas copiosamente ofrendadas, pero sin personas a su alrededor, cómo las otras.
—Ahí los tiene
—No entiendo
—Usted miró a Don Epifanio, pero no era él, sino su ánima bendita.
—¿Qué? ¿Me está usted diciendo que este machete es de un fantasma?
—No señor, ese machete es del Remigio.
—¿Y quién es Remigio?
—El peón que macheteó a Don Epifanio al asaltarlo. Pero no vaya usted a creer que era tan malo, lo que pasa es que necesitaba dinero pa´ curar a su hija María, que estaba malita. La pobrecita de todos modos murió, porque con el mitote que se armó ya no dio tiempo de salvarla. El Remigio pagó caro su pecado cuando se enteró que el dinerito ese, lo llevaba el viejo pa' pagar las medicinas de la enfermita. El infeliz se volvió loco, andaba todo enjuto y ni de la cárcel quería salir.
—¿Y usted cómo sabe esta historia? ¿Conoció a esas personas?

—¡Huy señor! Eso pasó hace mucho y todo el pueblo lo sabe de oídas; el ánima de Don Epifanio se aparece porque anda buscando a Remigio pa' apaciguarle la pena. ¡Ande, póngales algo a sus tumbas!, el viejo fumaba Faros y a la dijuntita le encantaba la Calabaza en Tacha.

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